miércoles, 3 de octubre de 2007
Puesta en escena
Como salidos de una estampita francesa, ella y él atravesaban la calle de tierra rumbo a la iglesia.
Del otro lado, por la vereda norte, la mujer apuntaba la copa de una mora gigantesca. En el mismo instante en que el coche dejaba una estela de humo y un dejo de matraca en el aire, sonaba el disparo.
Lo sé. Las hojas en un revuelo violento caían y las gallinas alzaban las plumas en clara estampida o retirada.
Entonces ella giraba su cabeza de sombrero de tules atados al cuello. Por detrás, él permanecía atento a esquivar los pozos.
Nunca había visto un hombre con moñito, ni a una mujer de manos regordetas sosteniendo una escopeta. Y nunca volví a ver una comadreja muerta.
Del otro lado, por la vereda norte, la mujer apuntaba la copa de una mora gigantesca. En el mismo instante en que el coche dejaba una estela de humo y un dejo de matraca en el aire, sonaba el disparo.
Lo sé. Las hojas en un revuelo violento caían y las gallinas alzaban las plumas en clara estampida o retirada.
Entonces ella giraba su cabeza de sombrero de tules atados al cuello. Por detrás, él permanecía atento a esquivar los pozos.
Nunca había visto un hombre con moñito, ni a una mujer de manos regordetas sosteniendo una escopeta. Y nunca volví a ver una comadreja muerta.
domingo, 30 de septiembre de 2007
Un cuento infame
Juro que nunca empecé algo por el final, pero haré una excepción. Tengo en los oidos las palabras del desdichado. Fuera de la influencia del objeto sobre él, era posible advertir en su rostro el abismo.
El infeliz entró sin más recomendación que un título rimbombante, un traje de yuppie y los mejores augurios para crecer dentro de la empresa. Joven por donde se lo mirara, seguro de que el futuro le pertenecía, unas cuantas dotes de buen orador y una sonrisa "ancha" -dirían mis paisanos-.
El primer día, a la derecha de su escritorio fijó el crital. Tendría unos cinco centímetros, facetado, brilloso. "Mi amuleto de la suerte", dijo a los curiosos. Las damas apreciaron la belleza de una sonrisa dedicada y seguramente ensayada frente al espejo durante la adolescencia. Sin duda confiaba en la influencia del artefacto. Lo había acompañado durante sus años universitarios y narró sin apuro los hartos beneficios recibidos.
Las primeras semanas transcurrieron como lo había soñado, inclusive en la dimensión del éxito ansiado. Es por eso que el adminículo fue objeto de los cuidados más extremos y sometido sin necesidad a lustres indecorosos. El brillo terminó por encandilar a los demás oficinistas que empezaron a creer en el milagro y durante las ausencias de su dueño, hurtaban la estatuilla y se destinaba a otros escritorios. Hasta se había habilitado un libro de reservas y horarios. Así se nos cambió la vida.
El conflicto se produjo cuando él se convirtió en el blanco de los deseos de los compañeros. Poco a poco su sonrisa ganadora trocó en mueca grotesca, había perdido su toque y los favores divinos.
Convencido de que las penurias obedecían al descuido generado al sentirse pleno de éxito, procuró las siguientes semanas tal obsesivas sesiones de lustrado que opacaron para siempre el brillo de eso. Cuando comprobó el desgate al que lo sometió, sucumbió.
El infeliz entró sin más recomendación que un título rimbombante, un traje de yuppie y los mejores augurios para crecer dentro de la empresa. Joven por donde se lo mirara, seguro de que el futuro le pertenecía, unas cuantas dotes de buen orador y una sonrisa "ancha" -dirían mis paisanos-.
El primer día, a la derecha de su escritorio fijó el crital. Tendría unos cinco centímetros, facetado, brilloso. "Mi amuleto de la suerte", dijo a los curiosos. Las damas apreciaron la belleza de una sonrisa dedicada y seguramente ensayada frente al espejo durante la adolescencia. Sin duda confiaba en la influencia del artefacto. Lo había acompañado durante sus años universitarios y narró sin apuro los hartos beneficios recibidos.
Las primeras semanas transcurrieron como lo había soñado, inclusive en la dimensión del éxito ansiado. Es por eso que el adminículo fue objeto de los cuidados más extremos y sometido sin necesidad a lustres indecorosos. El brillo terminó por encandilar a los demás oficinistas que empezaron a creer en el milagro y durante las ausencias de su dueño, hurtaban la estatuilla y se destinaba a otros escritorios. Hasta se había habilitado un libro de reservas y horarios. Así se nos cambió la vida.
El conflicto se produjo cuando él se convirtió en el blanco de los deseos de los compañeros. Poco a poco su sonrisa ganadora trocó en mueca grotesca, había perdido su toque y los favores divinos.
Convencido de que las penurias obedecían al descuido generado al sentirse pleno de éxito, procuró las siguientes semanas tal obsesivas sesiones de lustrado que opacaron para siempre el brillo de eso. Cuando comprobó el desgate al que lo sometió, sucumbió.
Fue despedido sin preámbulos. Mientras se retiraba nos miró y gritó en una lengua incomprensible algo parecido a un insulto o maldición, no podría asegurarlo.
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